Una Groupie en el Perú- 2 episodio – VERSIÓN ESPAÑOLA

___ Una crónica de Mariangela Rosato, escritora y Phd en literatura contemporánea sobre la primera gira del Ensamble Regards al Perú
Los maullidos de los gatos
Son criaturas misteriosas los músicos, tienen todas las características de los gatos: como los gatos, son astutos, como los gatos necesitan cuidados, comprensión y servicios. Cada gato grande tiene, escondido en los pliegues del forro negro que usa para cubrir su instrumento, un gato pequeño que concentra, en su diminuta silueta, todas sus inseguridades. Cada artista tiene uno escondido – hablo de los verdaderos, aquellos que se hacen crecer las ojeras y llevan, en los rincones ocultos de las tripas, un cartucho en forma de círculo verde que les da alimento – y, si se lo quitas, esos –¡qué tontos son! – se quedan sin aliento y mueren. Quizá por eso uno de los gatos, ayer, después del concierto, se comió dos platos llenos de tripas fritas que en el Perú se llaman choncholí.
¿¡Te vas a comer todo eso tú solo!? – le pregunto con los ojos asombrados, y ese gato me responde que necesita alimentarse y solo puede hacerlo tragando vísceras. Mi abuela siempre me cocinaba tripas con tomate. ¡Come, que las vísceras son buenas! – nosotros las llamamos “ntrame” – y yo me las comía porque, según ella, me ayudarían a mantener en movimiento, sin dejarlo de girar nunca, ese famoso cartucho verde que mi abuela decía que yo tenía.
¿¡Te vas a comer todo eso tú solo!? – se lo pregunto dos veces. Este gato es un gato a medias, en el sentido de que aquí, en Lima, se siente un poco perdido: no toca, no tiene la misma ropa que los demás gatos – esa de terciopelo, negra –, no tiene una batuta en la mano. ¿Pero por qué no estás como los demás? – le pregunto, y él me responde que no le gustan esas cosas, y que, cuando se convierte en gato, lo hace solo con la cabeza. El gato con el mechón – todos lo escuchan porque es un gato temerario – siempre lo reprende: le dice que debería ser más concreto. ¡El sonido se tiene que sentir, no solo pensar! – y, al gato a medias, los ojos se le ponen un poco brillosos. Tiene la impresión de que su gato pequeño ha tomado el control y que alguien le ha roto su cartucho verde. Y por esto come tripas para reconstruirlo.
Entonces, los gatos pequeños que se esconden en los forros negros de los instrumentos – en el escenario nunca se ven – necesitan ser reconfortados constantemente. Antes de un concierto, los gatos grandes están serenos y tranquilos, pero los pequeños no. Deberían verlos: se agitan, tienen la piel del cuello toda roja, y la cabeza les pesa tanto que deben ponerse una venda en los ojos – negra, por supuesto – y acostarse en el suelo para dormir.
Despiértame en diez minutos – me pide uno de ellos antes del concierto en el Ministerio de Cultura del Perú. Me da ternura por lo pequeño e indefenso que es, y casi me dan ganas de ponerle una manta encima para que duerma calientito. La humedad de Lima aún no ha bajado: el frío se mete en los huesos y los pincha como si fuera una persona, con manos y una aguja afilada lista para atacarte. Este tipo de frío es igual al de mi casa en invierno, y todo es culpa del mar. El mar en invierno es extraño: te hace sentir como si flotaras entre tus recuerdos, protegida dentro de una nube. No voy seguido a mi casa en invierno y, cuando lo hago, el mar – me esfuerzo por mirarlo hasta el final, pero no se puede – me hace sentir siempre nostálgica de algo.
¡Sube a la roca! ¡Sube a la roca! – siempre miro el mar con mi padre – y, yo, subo, con cuidado de no caer, me agarro con las manos a las puntas de las piedras y pienso que, incluso Él, el gato temerario con el mechón, viene del mar, pero de un mar tan lejano a éste que mis ojos no pueden ni siquiera verlo. Entonces los cierro fuerte, estos ojos ansiosos, pero las pestañas los cubren todos y ya no veo nada. ¿Qué emociones tendría mi padre al mirar el mar del otro lado del mundo? Él tiene las raíces bien ancladas en su tierra y no quiere volar entre las nubes.
¿Cuándo vamos al mar? – preguntan los gatos músicos, incluso los que vienen de París. Y cuando digo “vienen”, quiero decir “tener las raíces bien ancladas en un solo lugar”, pero casi nadie puede decir que está atado a un solo sitio. Yo, desde hace muchos años, tengo hilos esparcidos por todas partes, y eso me gusta porque así puedo decir que tengo más de una casa a la vez. El espacio, para mí, se ha comprimido todo, entre Italia, París y Lima, y ya no hace falta tener las piernas largas para ir y venir. No es la llegada lo difícil, sino la partida al final del viaje: desprenderse de un lugar donde tu cuerpo ha estado pegado durante un tiempo. Y es por eso que, al final, tu cabello se llena de cuerdas: basta tomar una para volver donde has estado. Todos quieren ver el mar – sería una oportunidad para ahogar a su gato indefenso y no volverlo a ver nunca más.
Además del miedo, los gatos pequeños, escondidos en los forros de los instrumentos, siempre murmuran mucho con la boca. ¿Por qué la gente aquí no usa equipo de calefacción? – pregunta uno; ¿y por qué no tenemos camas más cómodas? – pregunta el otro. Necesito beber agua, comer verduras cocidas – afirma uno; ¿cómo es posible que no haya agua caliente en los baños? – responde el otro. ¿Y por qué esta llovizna constante ¿ C’est chiant ! c’est chiant! – exclaman todos al unísono. Debo decir que esta lluvia también me molesta a mí y ya no sé dónde ponerme para sentir menos frío: todas las salas del ministerio están húmedas – casi da la impresión de que las paredes están hechas de agua helada proveniente directamente del océano. La única manera de esquivar el agua – todo es un vapor invisible – es mantenerse con el abrigo cerrado y una bufanda que te sirva de manta: menos mal que la mamá de mi gato con el mechón me dio una.
Dentro del Ministerio hay unos señores vestidos casi completamente de negro – como murciélagos. Apenas los llamas o haces un movimiento brusco, se te acercan todos: van y vienen, van y vienen horas y horas, y, cuando hay alguien o algo nuevo, enseguida quieren hablar. El detonante es siempre el aburrimiento. Uno de ellos me dice que antes en Lima nunca llovía – claro, había llovizna, pero esto no es llovizna, esto es lluvia, como en la selva. Allí llueve mucho – en Europa es igual, subraya – y ahora es aún peor: todo por culpa del cambio climático. También para nosotros es difícil en esta época: hace cada vez más calor – le explico, y pienso que, al menos, en mi tierra hay viento. Ese sí refresca, incluso con 40 grados a la sombra, y, si sopla fuerte, tienes que usar incluso una sábana de algodón. La imagen de las bailarinas con los trajes típicos peruanos – está detrás del murciélago que habla – me recuerda a las mantas que mi abuela usa para los colchones en la casa de verano: son coloridas y frescas. Debe de ser la humedad la que me hace recordar tantas cosas, o es el aburrimiento el que me hace escribir.
Esta noche será el primer concierto de los músicos franceses. Después de los ensayos vinieron a la sala donde yo estaba escribiendo. Y en un tiempo pequeñísimo invadieron mi espacio: ya no puedo leer en voz alta como hago siempre cuando escribo, ya no puedo pensar. Entonces paseo y los veo confabulando con sus respectivos gatitos pequeños. Les hago escuchar lo que se dicen entre ellos (léanlo con voz temblorosa y los ojos echando fuego):
– ¡Tienes que tocar un Fa diesis!;
–¡Pero no está escrito, bordel de merde!;
–¡Qué fastidio este tambor, no se traba, bordel de merde!
–Es un cuarto de tono.
–Un cuarto de tono… ¡pero no está escrito, bordel de merde!
Está claro que a algún gato compositor le estarán zumbando los oídos – quizá al que se comió las tripas. El problema es que la música no suena como debería – me explican. Está escrita de una forma, pero él quiere que suene de otra. C’est chiant, dicen al unísono, y siempre terminan con: bordel de merde! No hay que hablar demasiado con los gatos en estos momentos de extrema tensión, ni con los pequeños ni con los grandes: los pequeños podrían ponerse a llorar, y los grandes podrían lanzar o incendiar todas las partituras.
La sala de los músicos franceses, donde yo estaba escribiendo, se convierte en un lugar místico: solo faltan las velas y las imágenes de los santos. Parece una iglesia, como pasa en las calles de Lima donde se ven estatuas de María, de Jesús y de los santos protectores por todas partes – los gatos, grandes y pequeños, están rezando a las divinidades de la música. En este viaje, además de las divinidades invisibles, los gatos siempre cuentan con Él. También Él es un gato, me dirán, pero a diferencia de los demás, ha encerrado con llave a su gato pequeño en la habitación donde están todas nuestras maletas. O mejor dicho, lo ha metido en una jaulita y, luego, lo ha encerrado en el armario: cada noche pasa a saludarlo y le dice que, tarde o temprano, lo liberará, pero no ahora. Ahora solo debe verse al gato grande: el que lo sabe todo, que se encarga de todo, que piensa en todo, que lo dirige todo. Él es un gato que algunas cosas no las dice, se las guarda, así son los gatos: solitarios, pero con un hilo resistente atado a su patita derecha que los mantiene siempre unidos a ti. Durante el paseo que hicimos por el centro de Lima, sin embargo, el gato pequeño – ni yo sé cómo lo hizo – se escondió en el bolsillo de su chaqueta y vino con nosotros. Me di cuenta porque, en cuanto nos asomamos a ver la montaña de casas coloridas, Él nos cuenta que, cuando se fue de Lima, a los veinticuatro años, la ciudad no era así: era peligrosa y no se podía ver ni una mísera migaja de futuro. La gente, aquí, se casa, tiene hijos y vive constantemente en el tráfico – continúa. Debe parecerle raro volver a Lima – Él, las emociones que vive, sobre todo las que deambulan en la penumbra, las saca siempre con retraso, a menos que seas tú quien se las saque con pinzas. No hay un nombre preciso para definir este sentimiento – simplemente se siente, como si tuvieras en las manos dos bolsas resistentes llenas de maracuyá. Es la emoción del migrante: se adapta al nuevo terreno donde lo colocan y, poco a poco, echa raíces, alarga más y más las cuerdas que lleva atadas a las puntas del cabello. Se parece a las plantas, sobre todo a las que tengo en casa en París —son plantas independientes, se riegan cada diez días y siguen creciendo incluso si las mueves. Es más, después de encontrar la posición justa de sus hojas, crecen más frondosas.
Antes del concierto de esta noche – Él explicará cómo nació la pièce de Wayra, aux indes parallèles – los gatos deben hacerse unas fotos. El problema es que el fotógrafo nos ha dejado plantados, al fin y al cabo, es difícil ser puntual en esta ciudad. Yo – sigo siendo una italiana del profundo sur – no me escandalizo tanto por los retrasos y las imprecisiones, por ejemplo: un instrumento viejo, una cuerda ligeramente desafinada o un arco de violín deshilachado y con algo de moho verde. Los gatos franceses sí: cinco minutos de retraso son para ellos una eternidad. Y, si lo piensas, tienen razón, porque en cinco minutos uno puede: escribir un párrafo entero, tener una idea – los famosos destellos de genio – mirar el océano.
Para estos conciertos, nos pusieron a disposición los instrumentos – los músicos no podían traer los suyos desde Francia: era demasiado caro, y el viaje demasiado arriesgado.
Cada gato está ligado a su instrumento como si fuera una extensión de su propio cuerpo: perderlo o romperlo, y más aún a diez mil kilómetros de distancia, significaría poner en peligro una parte de sí mismo. Por eso ocurren cosas como esta: uno de los gatos pasó toda la noche en vela, tratando de arreglar la flauta que le habían prestado. Estaba medio rota y necesitaba ser reparada. Tuve que llamar a mi luthier en Francia para que me ayudara- me confiesa el gato. Y ahora, después de haber pasado tantas horas con los ojos abiertos, ya no puede cerrarlos.
¿Tú haces las fotos? – me preguntan, y yo me veo obligada a cerrar la pluma y ponerme a disposición. No saco buenas fotos, salen borrosas, y oigo suspiros exteriores. Me viene al rescate el medio gato – él también está luchando contra el aburrimiento, como yo. Me reconforta y nos enfrentamos en una batalla de groupitud. El chico que ha reemplazado al fotógrafo es un gato compositor, todavía pequeñito, pero quiere volverse grande y fuerte: hace fotos incluso agarrado a una escalera, subido a un balcón, arrodillado en el suelo.
Todo para venerar a mis gatos – debe de estar pensando. Desde lejos, sentada en las últimas filas de la sala, observo a los gatos músicos que parecen resueltos y decididos: seguramente les han dado un armario para encerrar, al menos por esta noche, a su gatito pequeño. Él está en el centro de los músicos y suda esfuerzo: tiene que dirigir todos esos maullidos.
–Pero yo no quiero estar a la derecha;
–Y yo a la izquierda;
–¿No es mejor que me ponga junto al color azul?;
–No salgo bien en esta posición;
–El fondo es muy oscuro;
–El fondo es muy claro;
–Tengo hambre y sueño;
–Tengo frío;
–¿Cuándo vamos al mar?
Miau miau miau.
Menos mal que yo soy solo una groupie.
** Esta crónica se publica en los portales del festival Experimenta, el Ensemble Regards, Radio Filarmonía y el Ministerio de Cultura del Perú.